domingo, 30 de agosto de 2009

LO QUE VOY A ECHAR DE MENOS (II)

Me quedan aún diez días aquí.
Diez días…

de fiestas, de cenas, de comidas, de últimos cafés, de mi cama y mi almohada, de achuchar a mi gamusinito (Cuqui), de discutir con Celia y después reírnos hasta que nos duelan los mofletes, de hablar con mi tata por teléfono para no decirnos nada, de la pesada de mamá, del preguntón de papá, de pintar (¡por fin!), de coger el teléfono a la abuela “Sole, hija. ¿Vanessa, eres tú? Dile a tu madre que se ponga, Celia”-“Abuela, soy Marta”-“¿Qué dices Miguel, que no te entiendo?”, de ver todos mis zapatos y ponerme siempre los mismos, de entender lo que echan en la tele (si es que dicen algo entendible…), de la tortilla de patatas de mamá Sole (cuando la haces poco cuajadita, todo hay que decirlo), de ver series para preadolescentes mientras desayuno, de los ruidos de la terraza de debajo de casa, de los vecinos que no sé si saludar o no, de encontrarme a Gloria y hablar con ella como si nos conociésemos de toda la vida cuando paseo a mi “cabeza de bolita” (ejem), de encontrar manchas de óleo azul por toda la casa y que nadie sepa de dónde han salido, de no coger el teléfono cuando estoy sola en casa porque ODIO COGER EL TELÉFONO, de ese humor que sólo papá y yo entendemos, de pasiflora- pastillas de aceite de onagra-té bancha de mamaíta, y de sus proverbios chinos y consejos de feng shui (“¿Tiene solución? Es un problema ¿No tiene solución? No es un problema”), de que me digas que te abandono y cuaaaaaánto me vas a echar de menos (Tontussa, te voy a llamar…), y de las bromitas del “novio ese pesao” que te has echado, de jugar al Sing Star y perder siempre por poco, de mi +34-61595666* (piiiiii), de bajar la cabeza al volver de fiesta un juernes porque yo me acuesto y los vecinos se van a trabajar, del mítico mensaje que me cuesta escribir mil horas “Dormimos todas en casa de Leyre, no me esperéis para comer… Un besito”, de mi té de canela que sólo encuentro en Mercadona


de despedidas.



La familia, es la familia.

viernes, 14 de agosto de 2009

PREJUICIOS

Pasea a su perra todos los días a la misma hora. Siempre por la plaza del Lavadero. Es una mujer de costumbres. Vive en la calle San Isidro, y tiene un hijo de unos 10 años (entre los 8 y los 12, soy incapaz de intuir la edad de los niños). Es rubia, muy delgada, poca cosa, no más de un metro cincuenta, 35 años, uno menos, uno más… Esto, simplemente, lo sé.

Se llama Gloria, y antes tenía dos perros. Jimmy, que heredó las cualidades de caniche de su padre, y Jenny… que no. La madre de éstos, la tiene su madre (la de Gloria), que ya es muy mayor (la perra). Jenny tiene 13 años, pero Jimmy no tuvo tanta suerte, y hace dos años (recién cumplidos, el 8 de agosto), cuando sólo tenía 11, estuvo ingresado en el hospital veterinario 24 horas que hay en Delicias durante 21 días, por una hernia cervical. Gloria, su marido, y su hermana (la de Jimmy, Jenny), iban a verle todos los días después de comer, a eso de las 15:00. Después, murió. Les llamaron a las 23:30, para darles la noticia. Fue el auxiliar de clínica. No durmió en toda la noche, y al día siguiente se levantó con los ojos hinchados. El veterinario acusó al auxiliar de poco tacto, por las horas, más que nada. Fue al hospital, y cuando llegó dijo que quería verle. Le tenían ya metido en las “neveras esas”, y cuando le vio, rompió a llorar. “Por qué a tí, cariño… con todo lo que hemos pasado…”, le decía. Las chicas de la clínica, que le habían cogido mucho cariño, lloraban también. Le incineraron, que por cierto, era más caro que enterrarle, 180€. Y ahora tienen la urna en una vitrina. A un lado, su foto, y al otro, un pergamino que le escribió su marido. La gente le dice “¿¡Pero cómo haces eso!?”, y es que le quería como a un hijo, dice Gloria. Todavía se acuerda… Esto, me lo ha contado ella.

La primera vez que la vi (hará no más de un mes), paseaba con su hijo, y con Jenny. Yo estaba con Cuqui, y su perra se acercó. “¡Jenny! Menuda guarrilla es, como está con el celo, no veas. ¡Guarrilla, que eres una guarrilla!” Iba con el iPod, y a penas la escuché. Sus palabras carecieron de interés en cuanto “Jenny” y “guarrilla” formaron parte de una misma oración, así que me bastó con devolverle una sonrisa comprometida, para seguir andando sin darle a aquel suceso más importancia de la que tenía.

La segunda vez que la vi, iba con su madre (a su vez dueña de la madre de Jenny y Jimmy, pero eso yo aún no lo sabía). Ella no me reconoció, cuando Cuqui se acercó a su perra, y ésta a penas le hizo caso. “Mírala, si es que se le acaba de quitar el celo, y no quiere saber nada de ninguno…” Bla, bla, bla, mi socorrida sonrisa cómplice, y retomé mi paseo.

La tercera vez que la vi, fue ayer. Me contó todo esto. Hablamos más de media hora, en la plaza del Lavadero. Tampoco me reconoció. Volvió a contarme toda la historia del celo, mientras yo me fustigaba mentalmente por no haber cogido el iPod con sus maravillosos cascos capaces de espantar a cualquier conversador espontáneo. Después dijo “Tienes un perro precioso, yo antes también tenía uno…” Su expresión se tornó tan triste, que no me quedó más remedio que dejar de oír, para empezar a escuchar… Me contó también, que su marido hizo un video con todas las fotos de Jimmy, desde que nació, hasta los últimos días en el hospital “¡Qué bonito quedó! Hasta lo colgó en una página de esas de Internet…” Y que cuando su hermano terminaba un paquete de tabaco, hacía una bola, la lanzaba lejos, y Jimmy la recogía “Si es que todo son recuerdos…” Me contó muchas, muchísimas cosas…

Volví a casa con ganas de llorar, con ganas de deshacerme de todos los prejuicios que me pesan, y pensando que Jimmy, que en paz descanse, no pudo tener mejor vida, y “Jenny, la guarrilla”, no podría estar en mejor lugar.